Por Javier Jaramillo Frikas
(Esta no es una columna, si un testimonio de los últimos días
de un chamaco atrapado en redes que no lo dejaban seguir. El autor
lo hace bajo su responsabilidad, porque hace años nos lo prometimos
si se cumplían 35 años. Nos pasamos con uno, pero es lo de menos. Gracias
a los lectores por su comprensión y reciban un abrazo con afecto y cariño)
I
Si, seguro que era el 28 de septiembre de 1978 cuando el muchacho envejecido, tembloroso y tomando las paredes como sostén, salía de la vivienda de Gil en el barrio de Zarco. No sabía si era uno y dos meses, los que estuvo ahí. Lo que apenas quedaba claro es que cinco días antes tuvo esa primera experiencia que precede al delirio: las convulsiones, una tras otra, los testigos de esos hechos decían que cinco, otros que ocho, otros optaron por no contar, ya ven como son los hermanos y su mamá. ¿Qué cómo se sienten las convulsiones? Sepa. La cosa es que se calienta la parte trasera del cerebro y de pronto un escalofrío que te apaga la tenue luz de vida del que es ya un condenado. Los que lo presenciaron una y otra vez dicen que el cuerpo se mueve como de un poseído, los sonidos guturales son de espanto y la lengua se corta, sangra y tienen que meter una cuchara, un palo o la mano. Es ver como muere un borracho o adicto sin remedio, comentan los que conocen del tema.
Y todos los que ahí estaban, teporochos, se asustaron. El retorno de una serie de esos ataques es otra muerte. Este chamaco de 23 años tenía reacciones tan lentas como las neuronas lo permitían: ningún movimiento en brazos y piernas, sin voz, paralizado por completo y solo dos de sus sentidos se agudizaron: el oído y la vista. Empezó la revuelta natural del grupo que integraba ese Cementerio de Elefantes del que nadie salía con vida, ya quedados ahí o en cualquier banqueta o entrada de vecindad. Bajas del Escuadrón circulaban de Los Patios de la Estación a la Tía en Leandro Valle, de Los Arcos de Gualupíta al ALM, de La Carolina a Zarco, de Chamilpa a Acapantzingo.
Tendido en el suelo, con un tabique en el estómago –que dicen funciona para calentar las entrañas–, veía a los que sorprendidos, todos mayores que él, hacían y decían además uno que otro actuaba. Parecía inevitable que lo echaban a la calle o en un callejón, lo echaban a la barranca o como uno insistía, Emiliano La Guajolota: vamos a cargarlo como si fuera borracho, lo llevamos a Gutenberg y lo echamos en medio de la calle, que lo atropelle un carro. Y otra voz lo detenía: No, póngale bien el tabique, frótenle los pies y los brazos, nos van a ver si lo sacamos, todo el barrio sabe que aquí se atejonó y se va armar el desmadre. La Guajolota insistía, lo comenzó a jalar de los pies y arrastró varios metros. Otros lo detenían. Ya nos metió en un problema cabrón, de una vez le ayudamos y nos pintamos. Gil, el arrendador de la vivienda que nunca pagó en la vecindad de don Heberto, estaba nervioso; Héctor el mesero lloraba; Chano el chalán del huarachero don Chucho de La Reja Negraestaba en cuclillas y Nabor, el hábil ladrón de cilindros de gas en Zarco que vendía en La Estación y los reponía, cobro doble por medio, en Zarco, gritaba otra estrategia: ¡Échenle alcohol por el ombligo para que llegue directo!
II
El tiempo es intemporal, pudo durar diez minutos o dos horas, pero el cuate no regresaba. ¿Qué pasaba por su cabeza? No es mentira que cuando la muerte ronda la vida se cruza en la mente como ráfaga. ¿Acaso su joven mujer y sus tres hijos de seis, cuatro y dos años? Los días de gloria como declamador estelar en la primaria, con campeonatos estatales y sub nacionales. El periódico de la secundaria federal que el profesor Edmundo Aragón, en el taller de Encuadernación lo hizo director general. El saludo en El Alcázar de Chapultepec al presidente Gustavo Díaz Ordaz a los casi 10 años de edad que lo felicitaba por su participación en el certamen nacional que presenció y premió. ¡Nuevo León, primer lugar; Morelos, segundo…! decía el conductor y anunciaba las medallas y el saludo del mandatario. O las duras sesiones de gimnasio desde El Lido y luego en el Mercado, como parte de la tradición familiar, inmersa en los puños y las patadas. En sus hermanos. En su padre. No, una sola figura se atravesaba: ¡mi mamá, mi mamá, llamen a mi mamá, llévenme a mi mamá, por favor, quiero estar con mi mamá!.
Tremendo matriarcado. Qué Dios, si no creía. ¿Existe?, lo pensaba. No dejaba de aparecer en su mente su mamá, su madre, esa señora güera que contaba con 43 años de edad y ya les daba todo a sus hijos.
Nadie lo escuchaba. No hablaba, estaba paralizado, solo veía el rostro y los gritos de sus compañeros en el pequeño cuarto con una cocinita y afuera un lavadero, la última vivienda de una especie de tripa que daba número a una de tantas vecindades que existían en su natal Zarco, a dos cuadras y media del zócalo y a al cruce de calle y unos metros para ser echado en la barranca de Amanalco, en una de sus partes más altas. Seguía la sesión de qué hacer de los que estaban de pie. Emiliano era pertinaz, un tipo robusto, rojizo de tan blanco, parte de una familia trabajadora dueña de un edificio en una céntrica calle, en cuyos locales tenían una exitosa y baratera zapatería. Pero él era como muchos de los ahí condenados por gusto, la parte oscura aunque pública, auténtica oveja negra, igual que todos, ninguno se salvaba, incluso la razón de la vergüenza y el olvido. ¿Por qué no me han venido a sacar si saben que aquí estoy? ¿Qué no sabrá mi mamá?, pensaba y pensaba el inmóvil.
III
Se escucharon pasos por el estrecho callejón de la vecindad chiquita y cada quien tomó su posición: unos se hicieron dormidos en el suelo, otros sentados, solo Gil el Dueño, se paró para recibir la inesperada visita. Era Benjamín El Chueco, un cancionero que tocaba la guitarra al revés, era virtuoso y, normalmente, al terminar sus tareas pasaba a ver a la palomilla, siempre acompañado por uno o dos litros de alcohol del 96 y algún refresco. Vio la escena y comenzó a pendejear a todos, jaloneo a los presuntos dormidos y gritaba: ¡Se nos va a morir pendejos, se nos va a morir!. Y comenzó su tarea de rescate. El tendido veía y escuchaba pero no podía mover un dedo. Ni el tabique ni el alcohol en el ombligo hacían efecto.
— ¡Tú, Nabor, levántale la cabeza! ¡Gil, trae el pegue de volada! ¡Héctor, jala ese envase del Gerber y llénalo! ¡Ahora hay que dárselo poco a poco, así, seco. Uno, dos, tres frasquitos, en tanto la mamá seguía cruzándose en sus distintas versiones. Tres, siete minutos y la medicina hacía su efecto. El dedo anular de la mano izquierda se comenzó a mover. El paso de la ingesta quemaba boca, garganta, esófago, estómago, pero traía consigo la vida misma. Las piernas y brazos reaccionaron lentamente. Balbuceos que no articulaban ni una vocal. Movimientos con los ojos para pedir más de la salvación. Una cuarta porción. Prolongación de la vida. El veneno con veneno alivia. El tendido vivía la experiencia una vez más, solo que esta erala primera completa, con las convulsiones como anuncio—epílogo que allí estaba adelantito la frontera entre morir con el mayor porcentaje o tratar de vivir un tanto más.
Con ayuda lo sentaron, movía los dedos de ambas manos y trataba de girar las extremidades, todo con una lentitud que para el salvador Chueco merecía un frasco más. No habría quinto malo. Y buscó ponerse en pie, no pudo, lo auxiliaron todos excepto Emiliano El Guajalolote que no sabía si lo que convocó lo había percibido el que minutos atrás gesticulaba y se movía como poseído tragándose casi la lengua, según lo platicaban con asombro los que estaban acostumbrado a verlo siempre. Es que tú le hiciste más feo que otros, por eso nos asustamos, decía el siempre diligente Nabor, El Gasero.
Caminando con ayuda primero, luego pidió lo dejaran solo, el revivido fue a la llave de agua en el lavadero, la abrió a todo lo que da, metió su cabeza por más de una razón poderosa: evitar que las lágrimas fueran vistas por sus colegas, quizá la primera ocasión que no lo hacía de coraje o frustración. Tenía miedo, sentía que una prolongación de esos días sin huella primero en la botana, dos cervezas y al tequila, un día más en alguna cantina con pretexto der curación y luego a buscar el lugar seguro para estar un rato, dos días, a salto de mata, de La Estación a La Tía, de ahí a la barranca de Chinameca en La carolina y siempre, siempre, siempre, terminando con el generoso Gil Flores en su lugar.
Chorreaba el agua y un brazo lo jaló con la advertencia, de va a hacer daño, está muy fría. De nuevo al espacio destinado en el cuarto y la mirada sobre todos, en especial sobre Emiliano La Guajolota. Y cuando los brazos se sintieron en condiciones, las piernas tembeleques, el intento de brinco para darle una madriza. ¡Este güey me quería matar, te voy a desmadrar!. Puso sus manos sobre la cara pero el antes tendido no funcionaba, desconocía que en esa estancia de locura no solo se perdieron casi 20 kilos sino millones de neuronas. Lo regresaron sutilmente a su lugar. Y ahí en el rol del trago, se volvió a perder no sin que minutos antes lo asaltara lo seguro:Me va a volver a dar, me va a volver a dar.
Llegaban noticias de la calle en los siguientes días. En algún momento pidió a los compañeros que la familia fuera por él, que le avisaran. Los retornos de todos los que salían a talonear a la calle eran desalentadores: le dije a tu hermano y dijo que no entiendes, que les avisemos cuando te quiebres para que te lleven a enterrar, que te preguntara si querías en La Paz o en la Leona. Era natural, años metido en ese ambiente, ya con problemas serios desde los 15, ya con delirios auditivos a los 18, igual sensitivos –que sientes que te agarran— a los 20, sin poder parar una sola semana desde ahí cuando a los 23 y cerca de cumplir un año más, no se podía. Faltaba el pretexto para salir a la calle con su molesta luz y es que eran días, semanas, de ser cobijados y no entrarle con nada para el consumo del alcohol. Los turnos para conseguir eran marciales, los colegas estaban en movimiento y comían, al muchacho—viejo al tercer día se le iba el hambre y era puro alcohol, claramente que les iba a ganar la partida a los demás.
— Nos da pena mi buen, pero te toca salir a conseguir y si no puedes, de cuates, no regreses, no queremos que te nos vayas a ir aquí, nos vas a meter en broncas. Bajo esas condiciones generales no hay fuerza para la protesta, el exceso, la debilidad física y mental dictan a la obediencia. Y se echó agua en la cara, el pelo, medio se aliñó y buscó la puerta de salida.
Con dificultad, con dos pegues que aminoraban la resaca de semanas o meses, tomó la pared del angosto pasillo de la vecindad, con un sol que quemaba, hasta dar con la calle. Era la tarde, quizá las dos o tres y un tremendo pesar, mucha pena, lo invadió. Miró la ropa sucia, era la misma de julio o agosto con la que empezó esa gira que no sabía si era la del adiós, los borrachos no se bañan porque se quedan tiesos, imaginemos como se veía, a qué olía. Hinchado de la cara, se sentía, los codos salidos y rasposos, brazos y piernas perdidas, con hueso. ¿Qué hacer? Camino calle abajo, avanzó con miedo el cruce de Gutenberg, evitó pasar en la acera de la Pozolería El Maizal y casi de nalgas para no caer, llegar a Salazar. Se veía lejana la casa de sus padres, había que atravesar el siempre complicado Amanalco. Lograda la hazaña había que rogar porque La Prodigiosa –esa yerba con alcohol, maravillosa para revivir a un alcohólico en extremo– que su papá siempre tenía arriba del refrigerador.
IV
Escalón por escalón, larga travesía, abrir la siempre abierta puerta, ir directo al sitio anhelado y encontrarse con unja ración suficiente para ir al siguiente peldaño: llegar a Jiutepec al reencuentro con la chamaca y los tres chamaquitos. Un peso de esos que decían era de plata se atravesó. Justo el pasaje en la Estrella Roja que se detenía justo en la casa del Puente. A esperar agazapado en apariencia pero viéndolo todos los que suelen pasar desde siempre en esa crucero quizá el más transitado de la ciudad, o seguro el más balcón. Zapata—Zacatepec—Jojutla, rezaba el letrero. El trayecto fue de más pena: los pasajeros se hacían a un lado, incluso un señor se paró de su asiento y se fue hasta adelante, la señora al lado fue a buscar otro lugar, parada. Obvio: la fetidez –no mal olor, ese es soportable— casi baja a todos. El chofer aguantó. Nunca despejó el muchacho—anciano la mirada de la nada por la ventanilla abierta. Una de las tantas fiestas de septiembre envió la circulación por donde vivía este amigo. Lo bajaron exactamente frente a la casa.
Seguro el discurso de siempre, duro, de una mujer con la que crecieron juntos desde los 12—13 años, que no le faltaba lo indispensable porque la suegra les daba trabajo y cubría sus necesidades. Entró por el portón de la avenida y los encontró en el quicio de la vivienda, bien arreglados los chavitos, ella impecable. Ya llegué, fue lo único que se podía decir. Qué bueno, porque nosotros nos vamos, ojalá te bañes porque apestas, y se alejaron hacia el interior de la vieja huerta que ya era una zona familiar. Estaba sobre un refrigerador la mitad de una botella de tequila Sauza, que todavía era lo más barato, casi como El Tonayan de hoy. Sabía ella que era el veneno que permitía al animal estar vivo. Sonó el teléfono 19 05 74 y venía la crisis, los efectos del alcohol habían bajado. A cortar la línea. Un timbrazo más y un delirio lo manda quien sabe dónde.
Aparece la fuerte mujer, de carácter, entonces de 75 años. Cocinera niña en la Revolución, la abuela, y un tío dotado de mucha inteligencia, tanta, que nunca trabajó en su vida, era igual al borracho en ese rubro. Arajo hijo, te va a cargar la chingada, ¿Mira cómo vienes de madreado? A ver tú –a su hijo menor—vamos a bañarlo. La negativa pronta. No abuelita, me quiebro, no voy a aguantar como vengo.
— ¿Qué vas a hacer grandísimo cabrón? ¡Te va a cargar la chingada! ¿Qué no entiendes?
— Sí, pero me tengo que rifar. Si no paro ahora, me muero. Ayúdame porque me va a pasar lo siguiente, tráete unas sábanas y hay que cortarlas como vendas y en esta cama chiquita, con agarraderas de madera, me vas a tener que amarrar, pase lo que pase no me sueltes.
En seguida pormenores con voz ya quebrada por el síndrome de abstinencia: delirios de todo tipo y lo más temido: las convulsiones por lo mismo, la falta de alcohol que, para el caso, era como heroína, morfina o cualquier droga dura, la malilla pues. Quién sabe, serían tres o cuatro días y en los breves recesos de cierta claridad –nunca lucidez, era imposible— el rostro atribulado de la abuela, el tío y la inseparable mujer, llorando por su idiota enfermo.
V
— ¡Se va a morir abuelita, háblele a mi suegra, se va a morir!
Y la veterana de guerra, con dolor, decía que no, que su nieto le pidió que se la iba a jugar. Pasaría un día más. Supo después que era domingo cuando se comunicó con la mamá que en esta nueva etapa de crisis no dejó de cruzarse por su mente. Poco después llegaba el papá con un chofer del molino, Andrés, y como muñeco cargaba al chamaco necio y aferrado a la vida loca. Pesaba menos que una bola de masa de 50 kilos. Llegaron al Puente, el papá le sugirió meterlo en la bodega de los costales de maíz. De pronto llegó con un recipiente grande, sudaba de frío: era Tequila con Squirt. Tómale hijo, para que puedas comer, ya pasaste la crisis, ahora a recuperarte, tienes que ingerir alimentos, tómatela.
— No jefe, me la juego, voy a salir bien.
Insistió, habló sobre su larga experiencia en el tema e insistía que lo peor había pasado y para iniciar una rehabilitación había que hidratar el cuerpo. Sorbo a sorbo, despacio, casi la mitad. Ya, me voy a dormir, estoy mejor. Pasarían tres horas y el despertar fue diferente. No había ansiedad por más alcohol, tenía hambre. Ya estaba sobre una de las tinas hirvientes del nixtamal una olla con caldo de pollo, arroz, carne, mollejas y en la mesa del interior del molino, un plato, cuchara, cebolla y limón. Y se hizo el milagro, casi todo fue engullido y de pronto un mareo y de nuevo a dormir. El jefe estuvo sentado a su lado, vigilante del hijo casi perdido, pidiéndole quién sabe a quién que despertara.
Y regresó. Se sentía mejor. Era el domingo primero de octubre y ya con su madre por la noche en la casa del Puente, les dijo: No vuelvo a beber. Ella lloraba, el agachado. ¿Cómo creerle? Lo enviaron a su casa con el mismo chofer Andrés y le pidieron que regresara el lunes por la mañana para traerlo. Los medios hablaban de los 10 años del multihomicidio estudiantil en Tlatelolco, mientras el sobreviviente que creyó no llegar a los 25 años y le faltaba uno con 10 días, esperó la tarde para encontrarse a un viejo amigo de parranda, el querido Tito, para pedirle llevarlo al lugar donde él dejaba de beber. Y sucedió.
De regreso a la escenario del nacimiento original casi 24 años antes, en el amado Zarco, nos llevó donde había una lucecita. Y ahí empezó otra lucha por no fallarse a sí mismo. Fue durísimo ocho meses, pero se hizo otra luz como un faro y ahí supo, este chamaco necio que nunca, nunca, volvería a caer en lo que bien sabía era su muerte segura.
Al año iniciaba otro quehacer. En tanto, ¿cómo olvidar El 2 de Octubre? Razones propias, de vida. Lo que vino después es público. Esto que se escribe fue tal cual en los últimos 10 días de un prospectazo a terminar sus días temprano.
Por eso:
Hoy he vuelto a vivir
Javier Jaramillo Frikas
Madrugada del 1 de octubre del 2014