EL DOMINGO.>> Domingo de Pentecostés.>>

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 Domingo de Pentecostés.>>

“Reciban al Espíritu Santo”.

 

            La fiesta agrícola de la recolección en alegrarse colectivamente por las cosechas obtenidas, empezó como fiesta movible, debida a que éstas podían venir un poco antes o después, acompañada con el año anterior. Pero en algún momento de la historia de Israel empezó a ser puesta en relación con la fiesta de la Pascua y terminó como fiesta fija; siete semanas después de la Pascua; de allí su nombre en griego, cerrando cifras: Pentecostés. Finalmente recibió un  nuevo significado. Se trataba de una celebración gozoza, pero el motivo era claramente religioso: La fiesta del don de la Ley. En ella, el pueblo de Israel agradecía a Dios el regalo de la Torá. Con ese sentido, esta fiesta judía pasó a ser una fiesta cristiana, pero con un riesgo nuevo y decisivo en Pentecostés. La Iglesia de Cristo celebra el don de la Ley grabado en el corazón, es decir. El don del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. Para el cristiano, la Ley está dentro de nosotros, no en tablas de piedra; está dentro, porque Dios ha infundido su Espíritu en nuestros corazones, de manera que tenemos la certeza de ser hijos de Dios y herederos de sus promesas.

             Gracias al evangelio san Lucas hoy entendemos Pentecostés como la fiesta de la entrega de la Ley, pero ya no la Ley externa, sino la Ley inscrita en el corazón, gracias al don del Espíritu Santo. Pero el evangelista  san Juan ayudó a que hoy podamos percibir la estrecha unión  del don del Espíritu con la Resurrección de Jesús. Para san Juan, el don del Espíritu es concedido el mismo día en que ésta tiene lugar.

             ¿Para qué pone el Señor su Ley en nuestro interior? San Pablo nos ayuda a entender una de las obras del Espíritu del Señor a nivel comunitario: los carismas y los misterios son todos para el bien común y todos ellos están inspirados por Él. Mientras que san Juan nos hace ver el ministerio de los cristianos frente al mundo: la reconciliación. Donde hay odio, debemos hacer crecer el amor; donde reina la ofensa tenemos la tarea de hacer imperar el perdón.

          Se trata de un gran deber que empieza en nosotros mismos.

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