“POR LA LIBRE” DEL PROFESOR IGNACIO CORTÉS MORELES.>>

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  • IGNACIO CORTÉS MORELES.>>

(SÁBADO 24/DICIEMBRE/2022)>>

Sucedió en Navidad Por Ignacio Cortés Morales.->>

 Capítulo VII de IX A media mañana, cuando todos estaban metidos en sus trabajos, el señor Martínez se encontraba platicando con don Alberto, dándole la buena noticia de que su hija pasaría la Navidad con él, después de más de diez años en que se había ido para el norte, como enviada de una importante firma de arquitectos, en un proyecto internacional de atención a empresas, lo mismo para el mantenimiento que para ampliaciones y nuevas fábricas o sucursales en otros puntos de esa región del país. – Margarita, mi Margarita, me mandó este correo por computadora y que llega hoy para estar en la Navidad conmigo. No había podido hacerlo porque el trabajo es extenuante, requiere de toda su atención. Estas compañías trabajan a plazos predeterminados y hay premios muy atractivos cuando se finaliza antes de la fecha fijada, por lo que se tiene que laborar al cien todos los días. La supervisión debe ser constante en cuanto a materiales y su calidad, los acabados. Nada se puede dejar al garete porque la entrega es minuciosamente cuidada, tratándose de esta firma. Aquí en cada obra está en juego la carrera, por lo que no se tiene permiso de fallar. Esta vez sí le dieron una licencia especial por algunos días debido a que finalizó antes la construcción que se debía entregar para los primeros diez días de enero. Ahora deberá presentarse el 12 de enero, así que debe llegar hoy a eso del mediodía. Estoy tan feliz. Serían días maravillosos. Creo que cerraré unos días para poder estar con ella. – ¡Qué gusto me da!. – ¡Mire, mire!, ¿a poco no es una muchacha hermosa a sus 38 años?. Mi niña. Este trabajo no le da tiempo de nada. A ella le gusta, está contenta. Hablamos muchas veces, con videollamadas por las noches, pero no es igual que tenerla aquí, abrazarla. La tecnología ha avanzado mucho, pero nunca sustituirá al estar cerca de quien tanto se quiere. Usted no la conoce porque cuado empezó a venir, tenía unos días de haberse ido. Ya la conocerá, es una chica divina y además de hermosa lee, siempre me anda recomendando libros, me pregunta y se enoja si no le hago caso. Don Alberto seguía la conversación con gran interés, por el entusiasmo del señor Martínez, quien le dijo que pese a la llegada de su hija, no le faltaría nada ni a él ni a sus compañeros, que el personal del hotel estaba preparado para la cena de Navidad y todo lo demás, así que todo en orden. “Me iré con mi hija al salón contiguo para esta cena tan especial”. – Por mí no se preocupe, véngase con nosotros, como todos los años. Usted es parte de nosotros y tener a su hija aquí será un placer. Si no le importa, cene con nosotros, su hija será bien recibida por ser hija de quien es. – Gracias don Alberto; usted siempre tan generoso. Si a usted no le incomoda… – Pero por qué debía incomodarme, es su hija. Quien está tan encumbrada y no se olvida de sus orígenes, si retorna a ellos, a sus raíces, si su padre está presente, es de excelentes sentimientos, como lo es usted, así que dénos la oportunidad de recibirla y que ella sea nuestra invitada especial, ¿cómo lo ve?. – Le reitero mi agradecimiento. Ahora, si me lo permite, voy a ordenar que le preparen la habitación. Mi niña, mi Margarita. Casi lloro de la emoción, pero es momento de hacer preparativos que lo demás vendrá después. Le mando su flan napolitano y su café. Déme un momento, por favor. – ¿Podrían subirlos a mi habitación?, quiero checar algunas cosas, hacer llamadas, saber de la hija de don Lencho, de mis empresas, en fin. Ya sabe usted que en el mundo de los negocios nada se debe dejar por mucho tiempo, y ahora que todo está en calma, voy a aprovechar. El señor Martínez dejó la tablet en la mesita de centro, y al moverla, don Alberto, la foto de la arquitecta, sonriente, apareció. El empresario se quedó obnubilado contemplando aquellos ojos café claro, con cejas extraordinariamente diseñadas, su frente amplia, la nariz de trazo ideal para ese rostro moreno suave, tan bello, con labios que parecían tan especiales, únicos, tan propios, con una barbilla que hacía el complemento ideal, mientras que el cabello negro le enmarcaba con total esplendor de una mujer echada para adelante, pero con ese dejo de la provincia que le hace al recato intrínseco, natural, que se lleva por siempre. Margarita Martínez Díaz se escribía al pie de la imagen. La imagen fue desapareciendo para volverse oscura la pantalla y don Alberto intentó que no se fuera, pero en ese momento entró el señor Martínez. “Perdone, la olvidé, es que estoy tan emocionado que no sé dónde tengo la cabeza. Discúlpeme. Don Alberto se sintió pillado, retiró la mano por instinto, avergonzado de su osadía, balbuceó algo, “no se preocupe, señor Martínez”. Se echó para atrás en el sillón. “Le suben en un momento su flan y su café, ya lo dispuse, ¿o quiere que se los traigan aquí?, como indique. “No, está bien, voy a subir, debo hacer esas llamadas”. “¿Se siente bien?”, preguntó el propietario del hotel. Una pausa, por lo que el señor Martínez repitió la pregunta. “¿Quiere que llame a la señorita Berenice para que lo revise el médico?”. “Eh…, ¡No!, no se apure, ahora subo. Voy”. Alberto se encaminó hacia la escalera, algo le sucedía, era evidente, pero apenas pisó el primer escalón intentó ser el de siempre, bien parado, sereno, imperturbable, como lejos de las emociones terrenales. El ambiente de la empresa no le dejaba oportunidad para nada que no fueran los números, los proyectos, las órdenes, las precisiones, lo que debe ser. ¿Y quizá no lo que quisiera que fuera?. Era la primera vez que se hacía esta pregunta que la tomó al paso, que quizá se la hizo sin querer, como si se la hubiera encontrado, como si le estuviera esperando; la pregunta como si hubiera estado esperando aparecer, reiteró. Como que e sueños la pregunta estaba, pero la negaba o tal vez la anhelaba, deseaba que algún día apareciera, se le presentara intempestivamente, pero ahora la sintió hasta brutal. Lo cimbró. No le ocasionaba pesar ni nada que se le pareciera, al contrario, parecía un algo que estaba esperando, deseando, ¿como una rendija a o sabía qué, pero quería que llegara, que estuviera con él?. La verdad es que sí, siempre quiso que llegara, sabía que lo iba a hacer, quizá hasta era el objeto de seguir adelante, pero ya ahí, perdió la ecuanimidad. Pensó que se presentaría, pero no co t ata vehemencia. Ahora sí. Al dimensionarla le preocupó o le espantó, o le perturbó, o todo junto. No lo sabía con exactitud. Siguió subiendo. Berenice se le emparejó con cierta preocupación. – ¿Le pasa algo don Alberto?, ¿quiere que llame al médico?. Me dijo el señor Martínez que palideció. – No me pasa nada, no se preocupe. Fue un instante, pero estoy perfectamente. – Se mareó o algo así. – Algo así; exactamente algo así –dijo con una sonrisa, como el niño que descubre algo que le sucedió, como cuando te das cuenta de algo que te pasa y que es tuyo-. Pero no es nada –diciéndolo como queriendo convencerse a sí, más que a su interlocutora, porque el que había descubierto las cosas era él, pero no se podía permitir ese lujo, por lo que volvió a ser el Alberto de siempre a mitad de la escalera y hasta llegar a su habitación. – ¿Quiere que lo acompañe para ir palomeando los pendientes?. – Sí, me parece genial, acompáñeme y así las cosas serán más sencillas, y me ayuda por si algo se me pasa. Voy a llamar a la central para que me envíen el reporte de ventas, compras, pendientes, todo, además de que necesito saber cómo está la hija de don Lencho, la mamá de Matías, las vaquitas de don Leodegario y todo eso, así que vamos a iniciar. Usted me va comunicando y tomando nota de lo que sucede y, al final, hacemos un análisis y tomamos determinaciones. Si es necesario, se vuelve a llamar, como siempre hacemos. – Sí, don Alberto, aquí estoy para lo de siempre… con gusto. Don Alberto estaba en lo suyo, ahora en sus empresas, en los negocios que no advirtió ¿el dejo que se traslució en su asistente?, ¿o fue una simple pausa en busca de aire o algo similar?. En estos tiempos navideños, en los que muchas cosas que se tienen en el interior, afloran, uno no sabe qué es lo que sucede en realidad. Está uno más sensible. Si el vino saca cosas que el hombre se calla, como dice Alberto Cortez, los días cercanos a la Navidad hacen lo propio, como que nos damos cuenta de lo que almacenamos y que, quizá, ni siquiera sepamos que ahí está. Se iniciaron las llamadas, y para Berenice no pasó inadvertido que don Alberto estaba contento, por momento hasta parecía eufórico, juguetón con los gerentes y directores de las empresas, y auque siempre fue ameno y lo que menos quería era aparecer como el jefe, en este momento como que se le pasaba la mano, hasta chanceaba, con todos. Berenice tomaba nota y al final, que la hija de don Lencho seguía mejor tras el trasplante del corazón, la mamá de Matías ya casi restablecida, por lo que hará el viaje sin problemas con el resto de la comitiva. Pepe llamó temprano con la mamá de sus hijos para preguntar por la familia; todo estaba bien, lo mismo que con las vaquitas de don Leodegario; a las recién nacidas se les daba en biberón mientras las madres se ponían en condiciones, así que era un buen día. Lo único que le preocupaba es que el alcalde y su primo seguía al frente de la alcaldía y que sabía que tenía planeado amenazar a los dirigentes del movimiento en el pueblo, por lo que dispuso algunas cosas con su asistente, con quien mandó llamar a Arturo a quien le encargó que fuera a visitar esa noche al alcalde, “saque lo que tenga en la caja fuerte y nuevamente lo pone en la plaza pública para que el pueblo lo tome. Que el mentecato filme un vídeo con su confesión. No servirá de nada para el juicio, pero ante la opinión pública ya lo creo que impactará. Si la policía no hace nada es porque le invadió el espíritu navideño. Sé que el fiscal local es su amigo, pero el federal, ¿dónde está?. Se lo encargo mucho, por favor, Arturo. Sin violencia, pero con firmeza”. – ¿Algo más, don Alberto?, preguntó la asistente – Sea feliz. Me voy a quedar un momento, necesito descasar. Yo le llamo si es necesario. – ¿Está seguro que no necesita al médico?. – Totalmente cierto, si me siento mejor que nunca. – Se nota don Alberto –lo dijo Berenice con toda la intención de quien intuye algo que flota en el ambiente y… que no es para ella. Don Alberto se quedó solo y en el Internet buscó el facebook de Margarita Martínez Díaz y sólo mostraba fotografías del trabajo, de las obras realizadas, regiones de trabajo con sus colaboradores y en el inicio, la foto de ella junto al logotipo de la empresa, la que sirvió para que se quedara contemplando un buen rato, hasta que se escuchó la fiesta, como señal de que la señorita había llegado y el señor Martínez era el hombre más feliz sobre la tierra, recibiéndola con un gran abrazo y muchos, muchos besos. El empresario se metió a darse un duchazo y a vestirse para la ocasión, con el traje café que había seleccionado para la Noche Buena, pero él consideró que la mejor ocasión era ésa, con la llegada de la arquitecta que regresaba después de más de diez años de ausencia, y justo cuando él se encontraba en el hotel, lo que era mera coincidencia. Así como él había elegido estas fechas, la hija de la misma manera para estar al lado de su señor padre, no había nada de relevante. Se arregló con sumo cuidado, la camisa blanca, la corbata café, los calcetines, el calzado, el pisacorbata, las mancuernillas, el pañuelo, la loción; nada lo dejaba al garete, tanto que hasta se lo reprochó, “parezco un adolescente; no sé quién es ella, qué piensa, qué siente, sus anhelos, sus planes y estoy aquí como si me encontrara de 20 años, pero, total, qué puede suceder, sólo yo sé lo que pasa, así que nada de qué preocuparse. Seré más discreto, eso sí. Además, no sé qué sucederá cuando le vea de frente, le salude, no sé cuál será su reacción, por lo que debo esperar, ver, saber”. Cuando creyó que estaría listo para el encuentro, empezó a bajar, despacio, como calculando lo que estaba haciendo, pensando en la perfección, pero qué perfección se puede encontrar al bajar una escalera de un hotel. No vaya a ser que por ensimismarse, al dar un paso, caiga de bruces y, entonces sí, el gran ridículo, y no le quedaba el “así bajo”, sería espantoso, el hazmerreír de todos, incluida Margarita, la de los poetas. Precisamente, a la falta de dos escalones, ahí va, de bruces don Alberto; Arturo fue el primero en llegar y ayudar al empresario. Nadie rió había preocupación. Margarita quedó de frente, alta, 1.68 o algo así, delgada, con un traje sastre azul que resaltaba todo lo que es ella, bella, más bella que en las fotografías. Don Alberto se puso de pie, “¡caramba!, se debe ser muy torpe para caer de esta manera, mil perdones, y se carcajeó, como para romper la tensión, el peor de los escenario, lo que o quería que pasara, lo que temía que pasara, sucedió, pero ya no se podía dar marcha atrás, por lo que o quedaba más que reírse de sí mismo, como para no darle importancia al hecho. Repuesto, el señor Martínez caminó hacia él, “don Alberto, le presento a mi hija, Margarita, la arquitecta, mi orgullo, por la que hago todo lo que puedo para que se sienta gustosa con su padre como yo me siento de ella desde siempre, desde el jardín de niños, una pequeña ejemplar. Nunca un problema, una dificultad, ni hacía ni le hacían, con muchas amigas. Sólo cuando su madre murió, previo al ingreso a la universidad, Margarita la pasó mal unos días, pero reanudó su vida. Es muy valiente. Puedo decir que fue ella la que me sacó a mí de la depresión y me animó a continuar con el hotel que su madre y yo fuimos construyendo poco a poco”. Nadie dijo nada, el silencio era impactante. Don Alberto dio tres pasos, extendió su mano, con la palma hacia arriba para que ella se apoyara, que le sitiera. Pareció eterno que ella levantara el brazo, lo extendiera con decisión, a lo que estaba acostumbrada, lo que era necesario por su trabajo. Alberto esperó lo suficiente. Todos, sus compañeros, los empleados del hotel, el señor Martínez sin una palabra, no tenían expresión, o la expresión se había congelado, detenido. La escena a cámara lenta, don Alberto mano extendida, la mirada de admiración total, pero conservando las formas. En sus recuerdos nunca una situación como ésta, pero sí algunas para evocar y no desbordarse. Ella con decisión y la mirada fija en la de él, apenas una sonrisa, sutil mientras su mano alcanzaba la del hombre que seguía impactado, sonrojado. Margarita sintió la fuerza de lo que estaba sucediendo, era imposible que no lo percibiera, era demasiado evidente. No fue cuestión de pensar, de calcular qué hacer; fueron unos instantes apenas y Margarita, al posar su mano en la de él, igual se sonrojó, pero no bajó la mirada. La otra mano de Alberto acompañó a la primera como para estrechar más la de ella, para que sitiera la admiración que por ella sentía apenas la había visto. No se retiraron las manos, él estrechando la de ella, ella había posado la suya en la de él y permitido que la otra la encerrara apenas, le hiciera sentir un calor especial, de ése que no tiene explicación, pero que ahí está, que se cuela desde dentro en uno para llegar a la otra persona que tampoco se puede contener aunque no sepa nada de él más que por las referencias de su padre que cada Navidad pasa por el hotel, llegando el 16 y saliendo el 25 de diciembre. Se lo sabía de memoria, pero no sabía nada de él, ni una fotografía. El señor Martínez no se ocupó de mostrarle nada de él, nunca lo creyó necesario. Le contaba lo que sucedía siempre que él llegaba, que había cosas importantes en la comunidad, por lo general de contento, como milagros de Navidad, pero nada. La verdad es que don Alberto no era tema de conversación cuando dialogaban padre e hija. Pero ahora ahí estaban. Nadie retiró las manos. No se advertía cuánto tiempo más se hubiera quedado paralizada la escena de no ser porque una voz varonil, de un hombre joven, unos 40, 42 años, sumamente atractivo, atlético, se escuchó a las espaldas del empresario. – Margarita, ya puse las maletas en la habitación para cuando quieras subir. Alberto retiró sus manos, Margarita igual, el hombre, Roberto, caminó franco donde se encontraba la arquitecta, quien le recibió con efusividad

 

 

 

 

 

 

 

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