Derechos Humanos, Conflicto de Intereses

Por Gerardo Fernández Casanova

 

Entre las muchas asignaturas reprobadas por el régimen de Peña Nieto, la de los derechos humanos es de las más descalificadas, tanto en lo interno como en el orden internacional. No obstante la dureza de los datos aportados por quienes investigan y analizan el comportamiento gubernamental en la materia, aparecen signos preocupantes en la veleidosa opinión pública, en el sentido de que sólo sirven para proteger a los delincuentes; una encuesta reciente registró que casi un 40% de la población aprueba que se aplique la tortura para sustanciar los procesos penales; incluso que ven con desdén las llamadas de atención de las instancias internacionales al respecto. Es claro que quienes así opinan suponen que se trata de un juego infantil de policías y ladrones, en el que los primeros son los buenos y los segundos los malos; suposición reiteradamente comprobada como falsa y peligrosa. Es una más de las muestras de la degradación de la sociedad, producto de la nefasta propaganda gubernamental.

Ahora bien, hay que tener mucho cuidado en el manejo del tema que, de ninguna manera puede tomarse como absoluto sino sembrado de severos conflictos cargados de subjetividad, sobre todo cuando se le emplea en combinación con la lucha contra el terrorismo. Los Estados Unidos, autoproclamado campeón de los derechos humanos, los atropella inmisericordemente cuando mantiene a su propia ciudadanía en plana indefensión ante la simple sospecha de terrorismo, aunque sólo sea por el color de la piel o el credo religioso. Peor aún resulta tal campeonato cuando de desestabilizar gobiernos no afines se trata; con dardos venenosos dicta que tal o cual gobierno es irrespetuoso de los derechos humanos, casualmente aplicados muy puntual y falsamente a sus enemigos, aunque muy laxos a la hora de calificar a los amigos. Según Obama, Peña Nieto es un vigoroso ariete en la defensa de los derechos humanos, aunque los organismos internacionales creados para vigilar su observancia digan todo lo contrario.

Si bien los gobiernos de  México nunca se han distinguido por su apego al estado de derecho, lo que ha sucedido desde que Calderón (de nefasta memoria) declaró la guerra al narcotráfico y al crimen organizado resulta espeluznante: miles de muertos y desaparecidos dan muestra de ello. Hay que recordar que Calderón asumió la presidencia mediante un descomunal fraude y que, en prevención a la posible insurrección civil, usó la dicha guerra para justificar la intervención del ejército en acciones de policía y, con ello, provocar la desmovilización popular. Peña Nieto, quien en campaña denostó la estrategia de Calderón, también llegó manchado a la presidencia y mantuvo al ejército para darse garantías de sobrevivencia. La propaganda escondió el verdadero objetivo y hasta se da el lujo de que sea la población la que pida la presencia de los soldados para sentirse segura.

En el colmo de la violación de los derechos, el ejército tiene la consigna de matar a los supuestos criminales, en una especie de juicio sumario que restablece de facto la pena de muerte. Los investigadores del tema usan un índice llamado de letalidad para caracterizar la acción del ejército en el combate al crimen; según esto, por cada supuesto criminal herido y detenido se registran ocho o nueve muertos. El caso Tlatlaya es emblemático del modus operandi de los militares. No hubo un debido proceso ni una condena que determinara la culpabilidad de los occisos, sólo la orden de ejecutarlos: “Mátenlos en caliente” era la consigna del dictador Porfirio Díaz.

Algunos justifican tal forma de operar en el hecho de que el ministerio público es incapaz de formular averiguaciones eficaces para castigar a tales delincuentes y que los jueces son incapaces para condenarlos. Es verdad que la corrupción y la estupidez se combinan de manera eficiente para que impere la impunidad, pero la solución adoptada hace que sea más caro el caldo que las albóndigas: un orangután vestido de verde olivo puede determinar que un grupo de ciudadanos inconformes son criminales susceptibles de ser borrados del mapa, incluidos los que en la encuesta opinaron a favor de tal estilo de actuación del gobierno.

En el colmo de la necedad, el caso Ayotzinapa no sólo no se resuelve, sino que se complica con la descalificación mediática del Grupo Interdisciplinario nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y la intervención de un tercer dictamen forense internacional que, por el desaseo de su presentación oficial, nace con el estigma de la duda. No hay voluntad política para resolver, actitud que abona a la certeza de que la desaparición de los normalistas fue un asunto del estado nacional.

Cuánto daño ha hecho el trocar educación cívica por vulgar propaganda.

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