Por Javier Jaramillo Frikas
Alguna vez, un fulano que vive hace años por acá, trató de lucirse en una mesa donde se coló, y lanzó al que escribe:
─ Oye, me entero por tu columna de los que mueren. Te sugiero que al tema principal y a los cortos de Vorágine, le añadas una que lleve el nombre de Obituario…
Se rio y lo secundaron. No era mala idea subsidiar a las funerarias con un listado de fallecidos, pero sus palabras llevaban la esencia del petulante que era ese sujeto, y no podía irse liso, así que se hizo un compromiso:
─ Tomo nota y anuncio aquí a los amigos y los que no lo son, como tú, cuando menos mío, que serás quien lo inaugure si te vas primero.
Por fortuna ambos andamos por acá y lo encuentro y nos saludamos, siempre con palabras huecas como que gusto verte, mira qué bien te ves, y más, cuando por dentro, lo percibo me re contra mienta la madre. Pero me da gusto saber que está bien, porque como los que aquí nacimos, los que han llegado para quedarse y hacer su vida, tener sus hijos y nietos, el encontrarse es una gran experiencia. No aparecerá el Obituario que nos solicitó vehemente esa tarde, porque no es sencillo compartir como agente de la malaventura, que alguien se ha ido antes, pero esta ciudad, este pequeño y gran Estado, con todas sus tribulaciones, es generoso y no le vamos a correr…
Pero sí, existe un asunto personal que lo extendemos, algo que no se puede pasar porque es un amigo mucho muy cercano, importante en la vida, que cambió el rumbo de muchos de los que tuvimos la fortuna de encontrarlo, disfrutarlo, sufrirlo (porque era un verdadero cabrón, con todo el amor y cariño) y travieso. Sí, en el remolino de pasiones en que está convertido Morelos mediáticamente y en las redes sociales, atravesó el umbral Víctor Manuel Cinta Flores, El Negro, El Zanate, incluso el arquitecto, que lo era por cierto. Pero Víctor no fue nunca uno más. Odiado y querido por partes iguales, tremendo en sus años juveniles, trovador y bohemio, tuvo tiempo de echarse sus clavados en los barrios y mercados, en los bares, restaurantes y fondas, en los mariscos de don Vicente López o en El Rincón de las Vírgenes de La Estación. Andaba en todas partes, preparado y político, líder estatal del partido casi único, fundador del TAEA, con un grupo de estudiantes morelenses de arquitectura.
Aunque este no es el origen de la amistad, es en TAEA donde se maduró. En un espacio bien acondicionado en la propiedad de los Salazar Díaz, uno de ellos, Jorge, vivió con un numeroso grupo de talentosos jovencitos universitarios lo que seguramente los marcó profesionalmente. De ahí salen Chucho Sotelo, Carlos Benítez Fuentes, Jorge Luis Linares El Chino de ese barrio, papá del actual delegado del Infonavit, el querido Chino León; José Luis Córdoba del mero Taxco, el propio Jorge Salazar Díaz, Toto Rodríguez, cuñado de los Salazar, Abel Pacheco y Víctor Cinta, entre otros. ¿Quién no conoció del TAEA? Incluso registraron un equipo de futbol en una liga mañanera. Estaban en el corazón de la calle de Zarco, entonces Barrio Mágico y de grandes contrastes. A dos cuadras del zócalo y a dos pasos del Cielo o el Infierno. El contraste.
Un pedazo de la ciudad donde se vivía, se crecía o se moría con intensidad. Eso era el hoy apacible Zarco. No tenemos exacto el año, debe ser a finales de los sesenta cuando el TAEA le dio el marco digno a una calle de algarabía y movimiento. Ellos le dieron un sello de respeto y varios chavos tomaron el ejemplo. Su aportación fue clave en momentos importantes. Ahí estaba El Negro Cinta, hacía política y los demás se preparaban para lo que es hoy su profesión. Todos eran respetados, el paso a seguir.
El Forjador
Recordamos a Víctor caminando frente a la vieja fonda La Güera a espaldas de la iglesia de Tepetates. Con su mamá doña Mary Flores, su padre don Miguel Ángel Cinta y sus hermanos Eduardo, Guillermo y no tenemos muy presente a Raquel, pero seguro ahí iba. Impecables como el jefe de la familia, bien bañaditos y arreglados, con pantaloncillos cortos. Por esos años vivirían a la vuelta, en Arteaga, seguro. Y cada que pasaba frente al negocio, don Miguel saludaba a la jefa Ángela, nuestra madre de los Jaramillo Frikas y ella le agradecía el depósito de agua con su llavecita de bronce que regaló a la abuela años atrás. Era el señor Cinta jefe de Salud en Cuernavaca, hombre generoso que supo darse a querer por los comerciantes, de un carácter alegre. Los hermanos Cinta Flores generaban envidia de la buena, su imagen social era perfecta.
Así tenemos presente la primera impresión de Víctor. Los seguimos viendo años después, a Eduardo visitando una novia en Zarco de nombre Margarita, a Memo tocando el bajo con Evolución y su Shabadabadaba, y a Víctor ganando concursos de oratoria y metido en actividades políticas desde adolescente. Flaco, con esos ojos moros que se extendían hasta los cachetes y sus pestañas rizadas que parecían pintarse pero así eran. Al fin, con ascendencia árabe de don Miguel Ángel. Siempre saludaba con un quihubole cabrón que no dejó de pronunciar hasta la última llamada que tuvimos en diciembre.
Crecemos, él unos añitos mayor y muy chambeador, desde que rotulaba para una cervecera por los rincones de Morelos, o cuando llegaba al barrio y repartía morrales con las siglas de la CNOP o ponía una lanita para completar los uniformes del ya exitoso equipo juvenil del Zarco. Normalmente traía un sobrante para invitar las cervezas, el pomo de tequila o a los pulques con Abel en Los Ciruelos allá cerca de Tlaltenango. Cuando estaba mejor, eran sus apariciones en su carro redondo –olvidamos la marca en este momento— y subía el nivel: a La Universal o al Piano Bar del volibolista olímpico en el 68, César Barrón en Las Plazas.
Justo ahí surgió una desavenencia, nos platican, y se armó la gorda. Uno de los chamacos de Zarco, Álvaro apodado Rocky con unas hermanas guapas, salió con una cortada de párpado como si su tocayo Rocky Marciano lo hubiese cruzado y le decía al Negro: Oye Cinta, lo más Seguro es que me lleven al Seguro, y la sangre escurría. Ya se metía a las vecindades de libaciones y le daban su lugar. Era uno más del barrio y todos, sin excepción, corrían a su invitación de cualquier evento de su partido. Era maestro de ceremonias, era orador, era el dirigente juvenil, y al término, entregaba para el combustible y llegaba al sitio acordado que era, claro, cualquier parte de la callecita.
Algunas ocasiones, arribaba a la Comisaría, mostraba una credencial de quien sabe qué y sacaba a los peleoneros. Era el paro en asuntos menores. Si se meten en otros asuntos, no estoy, soy su amigo pero no defiendo delincuentes, así que vivos, decía y cumplía. Pero en otros temas ahí estaba, hacía llamadas desde la tienda La Carely de la familia Pacheco con las mamás de los presuntos ahí cerca. Lo querían y respetaron.
En otra etapa, ya pasados los 20 años, coincidimos en la abstinencia, luego que llegara con Jorge Fermín Enríquez Colín, contador, nacido en Zarco, hijo de don Pantaleón, ilustre Huesero de Cuernavaca y tío del Bobby Gallegos Enríquez y de Los Cuinicuis Javier y Jorge, a curársela a la fonda en el mercado. Llevaba una camiseta blanca y unas chanclas. Era claro que venía de Los Susy el vapor de los Ortiz donde la gente de Cuernavaca acostumbraba asearse y echarse sus jugos o sus pegues. Un servidor estaba a prudente distancia, con unos meses de pelea por no regresar a las barras y banquetas, pero empezó a gritar: ¡Arrepentido, arrepentido, ven cabrón, arrepentido!.
Aguantamos un rato hasta que no era posible y nos sentamos frente a los dos para echarle la bronca. Hábil, El Negro comentó: ¿No que no venías? Era finales de los setenta, un septiembre, y luego directo: ¿Cómo le estás haciendo para dejar la briaga? Cambiaron las cosas. Platicamos en tanto sorbían sus cervezas y comían su panza y un día después, cada cual por su lado estaban sentados y nosotros les dábamos un té de manzanilla ahí por el Puente de Amanalco. La amistad se hizo estrecha. Él era ya funcionario encargado del IMSS—Coplamar y se reunía en el DF con el diputado federal Lauro Ortega Martínez. Hacía lo que le gustaba, política, y ya sin libaciones, pintaba bien su futuro.
Años después Lauro Ortega fue candidato y estaba Cinta ahí, con Luis Arturo Cornejo y Juan Salgado Brito y ya nos había cambiado el martillo y el cincel por la Olivetti y manejaba una Olympia en la redacción de Diario de Morelos. Así, le llamamos en septiembre de 1981 cuando Jorge Arturo Olivares Brito avisaba que pasaría por nosotros al Diario, que había un evento importante en Jojutla. Le hicimos una llamada al delegado Fernando Ortiz Arana con un simple: ¿Vale la pena ir a Jojutla, Fernando?, y su respuesta, í, si lo vale, jálate.
─ ¡Ya estuvo, van a destapar a don Lauro!, decía El Negro, emocionado.
Allá lo vimos en Jojutla, incluso tras el evento del nerviosísimo Heladio Gutiérrez Ortega que no atinaba a leer el pronunciamiento, temblándole las manos y casi tirando la hoja tamaño carta, regresamos en el auto de Víctor a Cuernavaca, con una parada técnica en Xochitepec, en la casa del diputado Ortega. Poca gente. Pero decía que había que darse un registro. Y regresamos a la capital, él a reunirse con sus compañeros de esta batalla y en nuestro caso a hacer la nota que en la redacción se resistían a creer: Lauro Ortega Martínez era el candidato del PRI al gobierno.
─ ¿Estás seguro Jara, decía el jefe de redacción Efraín Ernesto Pacheco Cedillo, otro zarqueño, abogado, fina voz, buen escritor, locutor, el jefe de esa redacción plagada de cábulas: Pepe Pérez Durán, Juan Emilio Elizalde, El Negro Rojas Meraz, Sergio Núñez Falcón, Hugo Calderón, Lorenzo Vargas, Lucio Lara, Damián Jiménez, el director Jorge Mejía Lara, el gerente Jorge Reynoso, el gerente de publicidad Carlos Cedano, Pepe Peña, Pedro Ocampo Guadarrama, Trinidad Padilla Barragán, y poco antes ahí tecleaban Guillermo Cinta y el otro Negro, gran amigo, Arturo Brito Lilington.
¿Qué no vivimos con Víctor El Zanate Cinta?
Una noche en casa de otro amigo, Rogelio Vega Torre, festejábamos un cumpleaños más del arquitecto Cinta. Mucha gente, que recordemos: Arturo Cornejo, Bolivar Garrido, Carlos Franco, los gemelos Vega, todos con sus señoras esposas, y llegó la animación con el grupo Folclor Cuatro que tenía entre sus principales a Jorge Núñez Suástegui, El Ney. Víctor tomó el micrófono y con su calidad y buena voz, los presentó de manera seria, pero al dirigirse al Ney le endilgó …y ¡Celia Cruz!.
Nada bien le cayó al Ney, pero pasaban los minutos sin que escucháramos lo que sabíamos sucedería, el revire del moreno nacido en Zarco y compañero de primaria de Cinta. Por fin, en una de las tandas del grupo, vino el descontón:
─ Folclor Cuatro se siente orgulloso de estar con ustedes, en tan especial evento, donde el festejado es una personalidad (Cinta se levantó de su mesa y abrió ambas manos hacia arriba en gesto de gratitud), un hombre al que todos conocemos y que tiene rasgos que lo hacen único. ¡Un abrazo al arquitecto Víctor El Tlacuachito Cinta Flores, el único que nació con antifaz puesto.
Y, El Negro Cinta, no de buen modo, le repitió: ¡Pinche Celia Cruz, eres igualito!. El Ney no lo escuchó o se hizo, porque ya juntaban su equipo para retirarse. La guardó cuando los micrófonos estaban por apagarse. Pero eran amigos y en repetidas ocasiones, Ney lo acompañaba con una de las canciones que le salían a Cinta: Aquel Señor, de Armando Manzanero y lo complacía cuando interpretaba a su esposa Graciela Dávila, Ojos Cafés, esa que dice café, de un café oscuro, son tus ojos…
No registramos la hora, pero en una banquita de una atiborrada Plaza Galerías, abrimos el teléfono y nos encontramos con un comentario del colega Víctor Hugo Salgado Granados, en relación a Víctor. No entendimos bien. Buscamos el teléfono de Guillermo y nos anunció que la situación era bastante seria, grave, aquí está Chela y Valeria, el doctor hasta pide que hay que pasar…. Es su hermano. No teníamos en ese momento el número de Chela. Ya lo platicamos.
No se ha ido, hay que ver los ojos del talentoso Alexis, un orador de excepción, su hijo mayor, o el humor de Valeria, altísima como su mamá y hermanas además de guapa y profesional. Graciela Dávila, profesora de maestras, de una Dinastía de Mentores que hicieron vibrar el Internado Palmira y sus alrededores. Así la conoció Víctor y siempre hasta el cinco de enero por la noche.
¿Qué si hizo cosas malas Víctor? No. Fue un travieso pero no malo. Bromista pesado, duro, seco, sarcástico, pero con los que se llevaba. Ese hombre ayudó a muchos. Formo primero en la fila, claro. Si no aparece jamás usó una máquina o en este momento la computadora. Por ello, aquí está El Zanate, el NUNCA SE VA A IR.